Te voy a contar una pequeña historia para esos momentos en los que parece que nunca conseguirás lo que quieres:
—Estos almendros no van a ninguna parte. Cada año están más feos y dan menos almendrucos. Estoy por arrancarlos y poner un buen olmo que, por lo menos, dará buena sombra con el tiempo.
—Un poco radical, ¿no te parece mamá? Estos árboles solo necesitan una buena poda. Hace años que están descuidados. Y tú te empeñas en pedirles peras a los olmos. ¿Me permites, madre, que les pase la motosierra para ver de lo que son capaces?
—Tú verás, hijo mío. Yo creo que es una pérdida de tiempo. Pero si te hace tanta ilusión. El campo también es tuyo. Haz lo que quieras.
—OK.
Sí, señor. Aquellos almendros estaban tristes. Mis padres los habían descuidado. Por eso recogían tan pocos frutos.
Años atrás daban las almendras más dulces, y sus flores nos alegraban cada primavera. Tan hermosos eran que todos dimos por descontado que siempre serían así.
El error fue pensar que lo único que teníamos que hacer era poner el cazo y recoger la cosecha cada año. Por un tiempo realmente fue así. Luego se fueron empobreciendo —digamos que se sintieron solos y un poco abandonados— y en lo que nos pareció un instante, los árboles se habían convertido en unos mamarrachos.
Los árboles hablan…
Habían llegado a un punto tal, que por no dar, casi ni daban sombra. A nadie parecía importarle demasiado lo que aquellos almendros habían sido, y aún menos lo que podían ser.
Su futuro peligraba y yo sentía que me hablaban. Así que decidí escucharlos. Les oí decir que merecían una vida mejor en honor a sus gloriosos servicios pasados.
Una mañana de sábado desayuné y después del café me decidí a podarlos. Tomé la motosierra y me puse manos a la obra. Los contemplé e hice lo que me pidieron. Los dejé desnudos, en su pura esencia —sin artificio alguno, sólo con sus mejores ramas, raíces y su tronco. Me sentí satisfecho y un poco de su tristeza se transfirió a mí. A cambio yo les di un poco de mi esperanza y mi fe en ellos.
Pronto me sacudí la pena. Me acordé de que algún día darían las mejores almendras, en la mayor cantidad, las más duces y serían los más bonitos y luminosos del vecindario. Además, en las entrañas, aquellos árboles lo tenían muy claro: con sus valiosas raíces el reto de crecer y dar buen fruto estaba más que asegurado.
Pasaron los días y meses. Todos nos olvidamos de ellos. Pero volvió la primavera y de las raíces, el sol, el agua y los nutrientes resurgieron los dos hermanos con sendos brotes. ¡Qué alegría sentimos todos! ¡Qué bonitos!
A la sombra de la cochera y junto al seto, los almendros continuaron por sus brotes verdes creciendo.
Yo los veía con orgullo. Esos árboles tenían sus propias razones y su corazón también era sabio. De un tronco de palo, cada uno de ellos empezaba a hacer su maravilloso árbol.
Ignoraban a los que decían «imposible»… ¡y lo consiguieron!
No lo tenían nada fácil. A pesar de la sombra, la escasez de nutrientes, el terreno arcilloso y pétreo y la abundancia de abrojos los dos lo consiguieron. Ambos iban prosperando, como los niños van creciendo.
Quiso la mala suerte —o el descuido— que el muchacho que mi madre contrató esa temporada para desbrozar el terreno, en un giro golpeara y desgarrase de uno de los almendros su precioso y único vástago.
— ¡Qué lástima! —dijeron todos.
—Era el brote más grande —comenté yo.
¡Y qué envidia silenciosa debió sentir con el paso de los días el desgraciado árbol al ver al otro creciendo y creciendo!
Jamás viste un crecimiento tan desigualado…
Al principio casi ni se notó. Pero conforme la primavera avanzaba, más evidente quedaba cuál de los árboles era el almendro mejor parado. El árbol herido se había quedado muy rezagado. Parecía como muerto. Totalmente estancado, como si para él ni la primavera hubiera llegado. Para principios de verano las diferencias eran odiosas. Uno era precioso, grande, asombroso; el otro parecía una estaca abandonada esperando la quema.
Pero lo importante de aquel árbol era que estaba muy bien arraigado en la tierra, no carecía de raíces auténticas y fuertes y la savia de la vida le quemaba por dentro.
No era la primera vez que el almendro había sufrido la inconsciencia de un ser humano. Ya cuando era chico a mi padre se le cayó ese mismo almendro de las manos.
¿Alguna vez has perdido la confianza?…
¡Lo que son los árboles!… Por mucho que otros crean que su tiempo ha pasado, o que nadie recuerde las almendras que regalaron y que todos les digan que son unos desgraciados… ellos tienen sus propios misterios para rebrotar cuando nadie lo espera.
El verano pasó. El almendro sano perdió sus hojas para el otoño. Pasó la navidad, comimos dulces y brindamos por el año nuevo. La vida siempre sigue. No hay quien la pare.
Los ignorantes se empeñaban en que para febrero había que arrancar y quemar el viejo almendro.
—Por encima de mi cadáver —les dije—. A ese almendro todavía le quedan muchos almendrucos, y algún día los veremos.
Y contra todo pronóstico un asombroso brote de esperanza renació de mi buen almendro a la primavera siguiente.
A todos les dije: poned cuidado y no destrocéis estos brotes tan buenos. Que lo que al principio parece poco, en un año es un árbol nuevo.
Todos lo celebramos. Nos enseñó mucho aquel almendro.
Nunca volverás a creer que es mejor el cerezo…
Ahora está precioso. Sus ramas son las más frondosas, su verdor un monumento. De las flores ni te cuento… que los japoneses fardan de cerezos y yo presumo de almendros.
Amigo mío, solo quería compartir contigo el sorprendente crecimiento del árbol herido, que muy pronto dará las mejores almendras.
Todos podemos hacer el truco del almendruco cuando confiamos en nosotros mismos y nos rendimos a la vida que tenemos dentro.
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